miércoles, 20 de abril de 2011

Long Long Long

Fui a la India por Ravi Shankar. Quería aprender de él todo lo que pudiera o quisiera enseñarme. Mi interés por la cultura hindú se había ido forjando con los años y las sesiones de meditación trascendental en el piso de Claudia, una amiga de la facultad, y sus variopintos compañeros de alquiler, donde un viejo de Nueva Delhi apodado Govinda, decía haber conocido al mismísmo Buda tras cientos de viajes experimentales con la mente. En aquel pequeño apartamento fumábamos marihuana y escuchábamos a Govinda contar leyendas sobre Krishná y después nos cogíamos de las manos para cantar el mantra Hare Krishna, danzando, embriagados, por las calles de Londres.

Londres se me quedaba pequeño. Estaba yo en esa edad de rebeldía en la que a una todo se le queda pequeño. Había viajado a Londres huyendo del franquismo, en busca de libertad y, de paso, escribir aquella novela que venía arrastrando varios años. Mis nuevos amigos, británicos y hippies, cada uno con o sin su arte particular, abrazaron la devoción por lo hindú como quien abraza una nueva religión. Aprendí a tocar dos o tres canciones con una guitarra usada que compré a Sue Norton, la guitarrista de folk y blues hippy más endiabladamente loca que he conocido. Me sentaba con Madison Pierce, mi compañera de piso londinense, en las aceras de Covent Garden y tocábamos por unas monedas durante casi todo el día.

A Ravi Shankar lo escuché por primera vez en casa de Rachel McCombs, que llevaba cinco meses dándome clases de guitarra clásica por muy poco dinero, ya que mi idolatrada Sue Norton se negó a hacerlo. Rachel McCombs era amiga de Luc Moureau, un bohemio francés aspirante a escritor, con el que yo había tenido una hermosa relación de amor libre hasta que decidió volverse a su París natal, harto de los irrisorios Mods, como él los apodaba. De hecho, unos veinte años después, una mañana en casa de Pedro Almodóvar, en plena movida madrileña, leí una reseña que hablaba sobre un libro publicado por el mismo Luc Moureau sobre la era de los mods de los sesenta titulado Ridicule.
Rachel McCombs me contó, con su dulce acento irlandés, cómo conció en persona a Ravi Shankar, que continuaba hipnotizándome desde el tocadiscos. Fue entonces cuando la joven sacó de un altillo un precioso sitar que el mismísmo Ravi Shankar le regaló en su último viaje a la India. No lo pensé dos veces. Con los ahorros que había ido guardando y el dinero que me enviaba mi familia desde España con la intención de que no me muriera de hambre, tomé el primer vuelo hasta Benarés. Ravi Shankar, tras recibir una carta de su gran amiga Rachel McCombs, me esperaba con gran entusiasmo en el aeropuerto de la mugrienta ciudad.
Pasé en la India casi cuatro meses. Benarés era una ciudad tan sucia como hermosa. Los niños hambrientos cantaban mantras Hare en las pútridas calles,  a orillas del Ganges, tal como había hecho yo en Londres, dos años atrás, con mis compañeros de facultad. 
Ravi Shankar estaba viviendo en ese momento con mi gran ídolo de juventud y posterior amante, George Harrison. Por lo visto, el beatle también quería aprender del gran músico indio. Una vez entablamos conversación y, tras la cena, George me cantó, con cierto interés por ligar conmigo, su dulce Long Long Long, la cual acababa de componer. Caí rendida como lo habría hecho cualquiera. No todos los días te tararean una canción así. Posteriormente vinieron otras muchas, como I Me Mine, la cual me recuerda lo importante que es quererse a uno mismo. Nos amamos a fuego lento, como él solía cantarme: Make love all day long, make love singing songs...
Más tarde, descubrí que esa frase formaba parte de su canción Love You To del álbum psicodélico Revolver, que habían grabado Los Beatles en el año 66.

Fueron cuatro meses de duras enseñanzas y noches de amor inmenso con George. Cuando mis padres me apremiaron para que volviera a la civilización, preocupados por que me contagiara de cualquier enfermedad infecciosa, George y yo decidimos olvidar aquel romance superior a todas las cosas para continuar con nuestras vidas profesionales. Nos costó hacerlo. 

Ahora, cada vez que pongo mi CD de Ravi Shankar en mi moderno equipo de música, aquí, en un hermoso ático madrileño, y oigo el lamento del sitar filtrarse por los altavoces, es como si volviera a los brazos de George. El pobre hace diez años que nos dejó. Le había reiterado tantas veces que no fumase como un carretero que ya ni lo recuerdo. Cáncer. Cuán dolorosa palabra de muerte. No pude ir a su funeral. Tampoco quise.
Sé que Ravi Shankar es un anciano de noventaiún años y que sigue tocando el sitar con el mismo entusiasmo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario