Los pequeños eran adorables. Isla se pasaba el día admirando a sus hermanos y hermanas pequeños correteando por la casa o sentándose en las esquinas a jugar con sus pequeñas idolatrías. Eran sumamente adorables. Juan, por ejemplo, tenía seis años y un flequillo, casi tan comestible como el pelo de Julia, cayéndole indomable sobre la frente. A Isla le parecía precioso. Le gustaba sentarse a ver convertirse los árboles en pájaros cuando los que eran un poco mayores corrían o gritaban por el jardín.
Un día hubo una tormenta y el cielo turbio comenzó a rugir de manera temible. Juan y el resto de pequeñines se metieron bajo la cama del cuarto de Julia. Julia era la adorada diosa del resto de hermanos. La más bonita joya para los mayores y la mayor calma y dulzura para los pequeños. Las hermanitas menores de ocho años también eran todas muy adorables. Tenían todas los carrillos rosados y muchas tenían rizos y bocas brillantes. Isla las quería a todas por igual, pero cuando veía a Julia, sabía que era una hermana especial.
El día de la tormenta que prometía ser brutal. Isla estaba en su cuarto, haciendo muñequitos de papel. Tenía habilidad con la papiroflexia. Lo malo de los muñequitos de papel de Isla era que nadie los entendía. No los entendían por una buena razón: no representaban nada; al menos, nada real. Julia, al menos, decía que eran bonitos. El resto de niños también lo hacía, pero no los mayores. Los mayores no entendían nada.
Sebastián aprovechó la tormenta para sepultarse en las sombras del salón verde con Julia y fumar opio. Era verano y, por tanto, la lumbre estaba apagada. Los padres habían ido al campo con unos amigos y habían dejado a Sebastián, el mayor, a cargo del abundante regimiento de niños durante todo el día. Los padres nunca estaban o estaban poco. No querían demasiado a los niños. Isla pensaba que a algunos de los pequeños a veces sí, y, posiblemente, a Sebastián. Solían presumir de él por tener esa cara tan dulce y hermosa. A Julia la reñían mucho. A veces hasta la pegaban. A Isla le encerraban en un arca pequeña donde cabía su cuerpo delgado. Recuerda las largas horas metida ahí, jugando a que era un vampiro esperando a que llegara la noche para salir de su ataud. No lloraba, no podía. Julia sí. Julia lloraba mucho de pequeña. Siempre que Isla quería consolarla, Sebastián llegaba antes. Cuando creció un poco, Julia lloró veces contadas. Isla nunca.
La cama de Julia sirvió de fuerte a los pequeños, que no salieron de allí hasta que cesó el último soplo de viento. Julia y Sebastián se quedaron bajo llave en el salón verde hasta la noche y los hermanos y hermanas medianos deambulaban cada uno con sus cosas. Había muchos hermanos medianos. Cuando era muy pequeña, Isla olvidaba las edades de algunos e ignoraba el orden de los nacimientos.
Cuando acabó la tormenta, Isla se levantó para abrir la ventana pero la detuvieron unos golpes en la puerta. Se giró sobre sí misma y vio un papel blanco se deslizaba al interior de su cuarto. Corrió para abrir pero cuando asomó su cabecita a ambos lados del pasillo no vio un alma. Entró, recogió el papel y cerró tras de sí. Desdobló lo que parecía una nota y leyó mentalmente: "Isla no es Isla". Sintió un escalofrío. Rompió el papel lo suficiente como para que fuera imposible recomponer los trozos. Asustada, se metió en la cama, cubriéndose hasta la cabeza con la sábana y cerró fuertemente los ojos. A lo lejos, los pájarillos se reían en griego clásico.
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