El invierno de la nevada todos se quedaron en casa. Nadie tenía cuerpo para luchar contra la dureza del viento racheado y cargado de gélidos copos. Isla permaneció en el salón verde con su hermana Julia. Le robaban la pipa de opio a su padre y, muchas veces se libraban de la posterior paliza. Julia fumaba mucho, a escondidas. Era dos años mayor que Isla. Durante aquellas noches largas en las que las dos hermanas se sentaban junto a la lumbre, sobre la pequeña alfombra india y, envueltas en mantas, se turnaban para aspirar aquella locura. El pelo largo de Julia se volvía tan suave que Isla no podía hacer otra cosa más que deslizar la palma de su mano desde la hirviente cabeza de su hermana hasta la parte más baja de su espalda, acariciando aquella melena deliciosa, de color chocolate. Tenía mechones más claros, casi comestibles, de caramelo puro. Una noche, Julia le ofreció a Isla un mechón de caramelo para que se lo comiera pero fue imposible. Las dos se reían incontroladamente. La risa de Julia era la más cantarina del mundo. Isla la adoraba. Aquellos momentos de delirio incontrolable en que las dos chicas se tumbaban sobre la mullida alfombra a encontrar fieras en las humedades del techo eran el mayor placer de Isla. Miraba a su hermana de reojo y muchas veces le juraba lealtad eterna. Julia era la más guapa de todas las hermanas que Isla tenía. Y tenía muchas hermanas.
Isla había visto llorar a Julia dos veces. Una de ellas fue cuando la encontró en la habitación de su hermano Sebastián, más pequeña que nunca, hecha un ovillo, con la cara pintarrajeada y la preciosa melena de chocolate revuelta como un nido de pájaros. Llevaba puesto un vestido de seda, rojo, precioso. Isla había entrado porque la escuchó llorar desde el pasillo. Julia se puso hecha un manojo de nervios y le dijo que estaba bien y que la dejara sola. Cuando Isla salió por la puerta, dolida por la negativa de su adorada hermana, se dio de narices con Sebastián. Sebastián tenía veinte años, era bastante angelical y toda la familia le quería mucho. Todos, sobre todo Julia. Sin embargo, a Isla no le gustaba nada. Se pasaba las noches escribiendo con una pluma estilográfica y siempre tenía los dedos llenos de tinta. Escribía poesía. Julia tenía guardados en su escritorio cientos de poemas y cartas que Sebastián le pasaba por debajo de la puerta. Isla lo sabía porque sabía espiar sin ser descubierta. Era toda una escurridiza. Muchas noches, Sebastián entraba en el salón verde para fumar opio con Julia. Por supuesto, Isla debía marcharse. Sebastián siempre la trataba mal. Quería a Julia sólo para él. Isla también.
La segunda vez que Isla vio a Julia llorar fue una noche en la que las dos niñas fumaban opio en el salón verde, rodeadas de narcisos y guirnaldas luminosas. Julia tenía en el regazo a un pajarito que insultaba a Isla en griego. Julia trató de ignorarlo. No paraba de llorar. Por primera vez se sinceró con Isla y le dijo que Sebastián estaba muy raro aquellos días y que, por alguna extraña razón, no iba a visitarla a su habitación. Isla lo deducía pero, nunca se lo habían expuesto de manera tan clara. Supo entonces que el entrometido de Sebastián conocía a Julia mucho mejor que ella. Demasiado bien. No podía aceptar aquello. Julia lloraba desconsoladamente. Nunca volvió a mostrar esa confianza con Isla. De hecho, fue la penúltima noche que pasaron juntas en el salón verde, fumando opio junto a la lumbre, sobre la alfombra india. La siguiente noche fue fría, ni siquiera hubo un mísero abrazo ni un coqueteo con la pelambrera comestible de Julia. Nada. Las dos miraron el fuego durante horas. Isla sabía que Julia estaba pensando en el cerdo de Sebastián. Fue su sustituto el resto de noches. Isla no volvió a entrar al salón verde más que para coger algún libro, pues había una enorme librería al fondo de la sala. Isla leía mucho. Sobre todo a Dickens. Odiaba a Rimbaud, el poeta preferido de Sebastián. Más de una vez éste la pilló arrojando al fuego algún libro del poeta maldito. La zarandeó pero no tuvo valor para pegarla. Simplemente le dijo: "Isla perdida y desolada. Así te mueras". Podía llegar a ser muy cruel, aunque, generalmente era un tipo dulce y asquerosamente angelical. Menos cuando fumaba opio. Aquello le ponía la cara de Muerte que a Isla tanto miedo le daba. Aquellas pupilas que parecían las cuencas de una calavera. También ponía cara de Buster Keaton o recitaba soliloquios de la tempestad como un poseso. Isla le empujaba y se iba a la cama, más cabreada que nunca.
La tercera vez que Isla vio a Julia llorar fue en el funeral de Sebastián. No había consuelo para ella aquel día.
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