viernes, 20 de mayo de 2011

Isla también piensa. Parte 1.

Isla ya no lloraba. Tratando de contener en la mente toda capacidad de raciocinio, Isla se sacudió aquella sensación fuerte que casi se apodera de ella hacía unos minutos; aquellas intensas ganas de abrazar a su abuela, que había muerto hacía ya tres años. Se levantó de la cama, sin lágrimas en los ojos pero con un nudo tenaz en la garganta. Contempló su rostro en el espejo del baño. El suelo estaba frío. Vaya si lo estaba. La piedra helada penetró aquellos calcetines térmicos que se había comprado específicamente para el campo, donde le había dicho su madre que probablemente nevaría. Salió a una de las terrazas, la que daba a la inmensidad del bosque y la sierra. Estaba amaneciendo. El aire frío olía a pino. Las Hadas Verdes estarían durmiendo todavía. Eran perezosas a rabiar. Isla había estado con ellas un rato la tarde anterior, cerca del río, junto a la zarzamora. Unas se lavaban la cara, otras se atusaban el pelo y otras tantas se desperezaban bajo la zarzamora, comiendo como si no hubiera un mañana. Eran realmente bonitas, las hadas, claro que lo eran, pero eran muy testarudas y no se dejaban ver nunca. Isla era la única persona que las había visto alguna vez. Isla les había hablado de su abuela, con la que soñaba mucho últimamente. Ellas le confesaron, algo desinteresadas, que, tal vez, su abuela quería transmitirle paz y tranquilidad con aquellos abrazos oníricos. Después de zamparse todas las moras que uno podía imaginar, las hadas verdes se recostaban a la sombra y se trenzaban unas a otras sus verdes melenas, ignorando completamente cualquier cosa que Isla pudiera comentarles. Eran sabias pero también eran egoístas y les importaba un bledo que tuvieras necesidad de consejo cuando ellas acababan de comer. Aquel era su momento de descanso y de trenzados relajantes. Podían resultar odiosas. Uno se iba y las dejaba ahí, junto a la zarzamora y el agua fresca del río y se le quitaban las ganas de ver a las hadas en varios días, por estúpidas.

Las dichosas Hadas Verdes no eran las únicas a las que Isla había visto cientos de veces en su vida. También estaban las Nenúfares Babilónicas. Aquéllas sí que no tenían ni pies ni cabeza. Ese nombre se lo habían puesto ellas mismas para parecer más sofisticadas o algo así. Eran muy engreídas y siempre andaban dejando una estela de pétalos rosados allí adonde iban. Isla solía acudir a ellas cuando las Hadas Verdes se echaban la siesta. A las Nenúfares Babilónicas no les hacía ni pizca de gracia ser la segunda opción para nadie, pues se consideraban las más sabias y hermosas de la zona. Cuando no se tomaban interés en tu caso, se ponían a hablar entre sí en griego clásico y te criticaban durante horas creyéndose unas eruditas. Eran infinitamente más maleducadas que las Hadas Verdes. Los pájaros también hablaban en griego. A veces era como estar viviendo en la Ilíada o la Odisea de Homero. Era muy estresante. Los pajarillos eran adorables excepto cuando hablaban en griego.

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