domingo, 18 de septiembre de 2011

Oh my darling, Clementine

In the cavern, in the canyon, excavating for a mine
there's a miner fourty-niner and his daughter Clementine...

El canto se escuchaba en todo el Monte Pelado. Parecía un convento de clausura, a veces un palacio blanco lleno de monjes budistas, pero en realidad, se trataba de una prisión. 
En aquella prisión tan aparentemente normal se hallaba recluída una bellísima princesa, el nombre de cuyo reino nadie confirma con seguridad pero todos recuerdan lo maravilloso que era. Se trataba de un reino anaranjado, bañado de dulces mandarinas, y flores de azahar.
Ese reino lo había fundado un humilde minero que, gracias a su esfuerzo había conseguido que una tierra yerma se convirtiera en aquella belleza incalculable. El minero tenía una hija: Clementine
Como en todos los reinos y en todos los cuentos de princesas, había unas brujas malvadas hasta límites insospechados que, una mañana teñida de gris plomizo, sacaron a la pequeña Clementine de su lecho palaciego y la encerraron en un castillo bello por fuera y oscuro por dentro. 
Nadie comprendería cuál fue la causa de tan terrible suceso, pues la princesa poco podía haber hecho nada salvo ser inocente y hermosa. 
A aquel tenebroso lugar en el que la confinaron las malvadas brujas no podía acceder nadie, ni siquiera su padre, que jamás la encontró y, desesperado, fue a buscarla a los reinos vecinos. 
Clementine, como único entretenimiento, tenía unas mandarinas a las que pintaba caras y ponía nombres. Se convirtieron en sus amigas y en sus inseparables confidentes y, más tarde, en sus salvadoras. Claro que, esto, todavía no lo sabía nuestra protagonista.
Hablemos ahora del castillo: Era tan oscuro que la pobre Clementine a penas veía nada en ninguno de sus habitáculos. No había espejos ni superficies mínimamente reflectantes donde la princesa pudiera contemplar su aspecto.
Pronto, la estancia se fue llenando de monstruos perversos que, cada cumpleaños, regalaban a la princesa un espejo deformante. Clementine contemplaba su terrorífico reflejo espantada y rompía a llorar. Podía soportar la soledad pero no la tortura a la que era sometida por los engendros que la acosaban a cada hora. 
Las dos brujas más conocidas, las que custodiaban la fortaleza y de vez en cuando se pasaban a visitar a la dulce princesa, se llamaban Annei y Myae. Annei se dedicaba a retirar toda clase de alimentos del alcance de Clementine y la mantenía así, sin ingerir ni uno sólo durante días enteros. Clementine lloraba desesperada golpeando las ventanas y los pórticos, muerta de hambre y desolación. Después de una semana, la otra bruja, Myae, aparecía con un séquito enorme que le ofrecía un suculento y opíparo banquete. La princesita lo devoraba sin pensar hasta sentirse enferma.
No podía soportar aquella manera de comer. Había perdido el placer de disfrutar de un delicioso plato de comida. La convirtieron en una insatisfecha, tanto, que comenzó a odiarse a sí misma en la soledad de su prisión.
Una tarde, Clementine contempló a sus pequeñas mandarinas, todas sonrientes sobre el alfeizar de la ventana. Tomó, con suma delicadeza una de ellas y, con manos temblorosas comenzó a arrancarle la piel. La desmembró e introdujo en su indiferente boca un jugoso gajo. Sintió náuseas al recordar los copiosos banquetes de Myae y las semanas de ayuno a los que la condenaba Annei. Sus pequeñas amigas, las mandarinas, eran, al fin y al cabo, comida, aquella tortura insufrible. Clementine, furiosa, lanzó una por una con todas sus fuerzas todas las mandarinas a través de la ventana.
Una de ellas, la menos sonriente de todas, fue a propinarle un buen golpe en la nuca a un joven que paseaba con su caballo por los alrededores...


Continuará :)


Espero que os guste el final de este cuento lleno de moralejas y enseñanzas que he creado para mis blogueras ;) un abrazo y beso enorme para todas




Sargenta Pimienta

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